jueves, 6 de noviembre de 2008


Quiero que el salón huela al humo de tu pipa, el tabaco avainillado que has fumado tantas décadas. La mecedora se mece sola, al compás del viento que entra por la rendija de la puerta. Todavía recuerdo cuando entraba en la habitación y tú estabas allí, de espaldas a mí, con tu tic gutural que tanto me molestaba cuando veíamos la tele. Y el olor a Agua Brava que se metía cuidadosamente por mis fosas nasales, para hacerme vomitar cuando se mezclaba con mi desayuno. Los abrazos eternos que me hacían sentir como dentro de un saco de arrugas. El vaso de agua del baño, por las noches, lleno de dientes y encías, y besos. Y ahora que soy joven recuerdo con ternura cuando éramos mayores y no teníamos prisa por la vida, qué lejos quedaban entonces las trivialidades y los errores. Qué lejos la muerte, que ahora saboreo más de cerca según me acerco a la niñez, el momento en que me olvidaré de que tengo ideas, todo será más fácil, y te olvidaré. Regresaré al vientre materno y entonces volveré a nacer. Qué felices éramos de viejos, amor, pero un día desapareciste y no sé dónde volverás a aparecer. Ayer, paseando, por la calle, olisqueé un tabaco avainillado y te recordé...

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