jueves, 6 de noviembre de 2008

El principio de algo...

Suaves. Muy suaves. Tenía los brazos extremadamente suaves. Mil plumas podrían deslizarse por sus brazos color canela, a veces amarillenta, una tras otra, como niños que bajan despreocupados por un tobogán. Ligeras, siguiendo las curvaturas e imperfecciones, pocas, de su piel. Se depilaba los brazos frecuentemente, con cera en el mayor número de ocasiones, con cuchilla, en los momentos de mayor inseguridad e introspección. Como ahora. No le gustaba nada ver su cuerpo desnudo adornado con vello, lo aborrecía. A veces la pereza le generaba una gran aversión hacia sí misma, y no era capaz de mirarse más de dos veces seguidas al espejo, cuando el pelo poblaba ciertas zonas de su cuerpo. Por lo general eran las cejas, que tras días sin depilar le producían un odio muy similar al que sentía por su madre, cuando hablaba con ella por teléfono y de repente su tono se volvía apático y desganado y no sabía el porqué.
Sus brazos brillaban bajo la poca luz que se colaba por el ventanuco. Y es que a esas horas apenas daba el sol en ese lado del patio, y el plástico opaco que estaba pegado al cristal envilecía todavía más la estancia. Aquel plástico, que fue lo primero que vio al entrar en el baño, y le pareció cutre para su casa, pero todavía sigue ahí, luchando por mantenerse entero, y cumpliendo su función. Aun así su piel resplandecía. Gotas de sudor se mezclaban en sus poros con gotas de vaho, cubriendo sus extremidades con un fino manto, que cualquiera hubiera querido retirar gustoso de un lametazo.
Las manos le colgaban relajadas, con los dedos abiertos, como extasiados, dados de sí. Arrugados y morenos, los dedos concluían en unas uñas roídas, desconchadas, entre las que se dejaba ver un esmalte rojo. Y es que la vida no le había dado descanso en mucho tiempo como para que dejara de mordérselas. Tampoco para que dejara de fumar, o de beber… El rojo putón había dejado paso al rosa dulzón, infantil y enternecedor, ya casi sin simbología. Aunque realmente sólo se había pintado las uñas aquella mañana porque le hacían juego con los zapatos, que sí tenían simbología.
A la altura de los codos, casi en el límite del borde de la bañera, estaba el agua, rebosando, luchando por quedarse dentro del gran recipiente marmóreo. Era una bañera italiana del siglo XIX, de esas que pasan de padres a hijos, generación tras generación. Y después había pasado a ella. En un mercadillo había conocido a un anticuario, bastante atractivo, demasiado para su gusto. Petulante, redundante, convincente. Tanto que acabó llevándose la bañera italiana y un jarrón a juego, que había roto no hacía demasiado tiempo en un intento por soltar la rabia que llevaba dentro. Apenas le costó seiscientos euros. Tenía las patas doradas, imitando las de un animal, un león casi con total seguridad, al igual que el grifo, por el que no siempre salía el agua a la temperatura deseada. El recipiente era blanco, sin brillo alguno, con arañazos y golpes en el lado derecho que su primer dueño habría hecho al intentar sacar la bañera de su piso. Una bañera que era como un huevo duro por fuera, y a veces igual de maloliente por dentro.
Ambos antebrazos se descolgaban sin pudor desde el borde hacia el suelo. A veces sus dedos se movían, despacito, sin prisa, haciendo crujir las articulaciones de las falanges y también los nudillos, con posturas que fácilmente podría adoptar un enfermo de artrosis.

1 comentario:

Anónimo dijo...

De verdad que no has publicado algún libro o ensayo?? O quizás es sólo un estracto de alguna obra que no he leido?? Quizá sea un don, y no seré el primero que lo confirma, pero tienes algo... algo que engancha (siempre lo has tenido...). No pienso perderme el siguiente capítulo. Esperaré ansioso tu próxima verdad relevante, aunque no sea descriptiva, sólo puro talento... con eso me conformo...
Buenas noches!!