lunes, 24 de noviembre de 2008

El rock me produce melancolía


Lo último que se pierde no es la esperanza, sino la VIDA.

Y nunca nos quedará París,
porque los recuerdos se pierden en el vacío de la memoria.

jueves, 20 de noviembre de 2008

Con el permiso del señor Cortázar...

Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano en tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.
Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca, y los ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuvieramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua.

viernes, 7 de noviembre de 2008

Mentiras, sexo y cintas de vídeo


Una mentira lleva siempre a otra mentira, y ésta al sexo... con lo cual el sexo es una gran mentira. Puedes corroborarlo grabándolo en cintas de vídeo. Pero no creas todo lo que ves. La magia del cine existe. Otra gran mentira que lleva a otra mentira, que es el mundo en el que vivimos.

jueves, 6 de noviembre de 2008

El principio de algo...

Suaves. Muy suaves. Tenía los brazos extremadamente suaves. Mil plumas podrían deslizarse por sus brazos color canela, a veces amarillenta, una tras otra, como niños que bajan despreocupados por un tobogán. Ligeras, siguiendo las curvaturas e imperfecciones, pocas, de su piel. Se depilaba los brazos frecuentemente, con cera en el mayor número de ocasiones, con cuchilla, en los momentos de mayor inseguridad e introspección. Como ahora. No le gustaba nada ver su cuerpo desnudo adornado con vello, lo aborrecía. A veces la pereza le generaba una gran aversión hacia sí misma, y no era capaz de mirarse más de dos veces seguidas al espejo, cuando el pelo poblaba ciertas zonas de su cuerpo. Por lo general eran las cejas, que tras días sin depilar le producían un odio muy similar al que sentía por su madre, cuando hablaba con ella por teléfono y de repente su tono se volvía apático y desganado y no sabía el porqué.
Sus brazos brillaban bajo la poca luz que se colaba por el ventanuco. Y es que a esas horas apenas daba el sol en ese lado del patio, y el plástico opaco que estaba pegado al cristal envilecía todavía más la estancia. Aquel plástico, que fue lo primero que vio al entrar en el baño, y le pareció cutre para su casa, pero todavía sigue ahí, luchando por mantenerse entero, y cumpliendo su función. Aun así su piel resplandecía. Gotas de sudor se mezclaban en sus poros con gotas de vaho, cubriendo sus extremidades con un fino manto, que cualquiera hubiera querido retirar gustoso de un lametazo.
Las manos le colgaban relajadas, con los dedos abiertos, como extasiados, dados de sí. Arrugados y morenos, los dedos concluían en unas uñas roídas, desconchadas, entre las que se dejaba ver un esmalte rojo. Y es que la vida no le había dado descanso en mucho tiempo como para que dejara de mordérselas. Tampoco para que dejara de fumar, o de beber… El rojo putón había dejado paso al rosa dulzón, infantil y enternecedor, ya casi sin simbología. Aunque realmente sólo se había pintado las uñas aquella mañana porque le hacían juego con los zapatos, que sí tenían simbología.
A la altura de los codos, casi en el límite del borde de la bañera, estaba el agua, rebosando, luchando por quedarse dentro del gran recipiente marmóreo. Era una bañera italiana del siglo XIX, de esas que pasan de padres a hijos, generación tras generación. Y después había pasado a ella. En un mercadillo había conocido a un anticuario, bastante atractivo, demasiado para su gusto. Petulante, redundante, convincente. Tanto que acabó llevándose la bañera italiana y un jarrón a juego, que había roto no hacía demasiado tiempo en un intento por soltar la rabia que llevaba dentro. Apenas le costó seiscientos euros. Tenía las patas doradas, imitando las de un animal, un león casi con total seguridad, al igual que el grifo, por el que no siempre salía el agua a la temperatura deseada. El recipiente era blanco, sin brillo alguno, con arañazos y golpes en el lado derecho que su primer dueño habría hecho al intentar sacar la bañera de su piso. Una bañera que era como un huevo duro por fuera, y a veces igual de maloliente por dentro.
Ambos antebrazos se descolgaban sin pudor desde el borde hacia el suelo. A veces sus dedos se movían, despacito, sin prisa, haciendo crujir las articulaciones de las falanges y también los nudillos, con posturas que fácilmente podría adoptar un enfermo de artrosis.

Quiero que el salón huela al humo de tu pipa, el tabaco avainillado que has fumado tantas décadas. La mecedora se mece sola, al compás del viento que entra por la rendija de la puerta. Todavía recuerdo cuando entraba en la habitación y tú estabas allí, de espaldas a mí, con tu tic gutural que tanto me molestaba cuando veíamos la tele. Y el olor a Agua Brava que se metía cuidadosamente por mis fosas nasales, para hacerme vomitar cuando se mezclaba con mi desayuno. Los abrazos eternos que me hacían sentir como dentro de un saco de arrugas. El vaso de agua del baño, por las noches, lleno de dientes y encías, y besos. Y ahora que soy joven recuerdo con ternura cuando éramos mayores y no teníamos prisa por la vida, qué lejos quedaban entonces las trivialidades y los errores. Qué lejos la muerte, que ahora saboreo más de cerca según me acerco a la niñez, el momento en que me olvidaré de que tengo ideas, todo será más fácil, y te olvidaré. Regresaré al vientre materno y entonces volveré a nacer. Qué felices éramos de viejos, amor, pero un día desapareciste y no sé dónde volverás a aparecer. Ayer, paseando, por la calle, olisqueé un tabaco avainillado y te recordé...