Érase una vez una ingenua princesa que creía ciegamente en el amor, porque se había pasado toooda la vida leyendo increíbles historias de personas que se querían muchísimo y que eran felices para toda la vida. Así que, cuando por fin tuvo edad para tener relaciones sexuales maduras, se dio cuenta de que los cuentos eran un poco mentirosos…
Cuando perdió la virginidad, pensó que no dolería, que sería un momento que recordaría para siempre… y así fue, recordaría siempre lo pequeña que era la espada de su príncipe, con la consecuencia de que el elemento protector era demasiaaado grande para tan nimia espada, lo que supuso su primera incursión en el mundo cruel de la planificación familiar. A pesar de la mala experiencia de su primera vez, no se rindió, y cambió de príncipe. Éste era muy guapo, y le gustaba mucho, y se aseguró de antemano de que no tuviera la espada… tan pequeña. Y claro, pasó de un polo a otro, y la espada mágicamente se había transformado en una graaaan lanza. Tan grande que le partió el corazón. La pobre princesa que ya había utilizado en múltiples ocasiones sus labios de fresa, a duras penas pudo superar que su lancero anduviera de caza día sí y día también, por lo que después de un año aunó las fuerzas necesarias y rompió con su príncipe de la manera más valiente que pudo, por teléfono. La princesa no se rendía, y todavía creía que ese amor del que tanto había leído, oído y visto, llegaría el día más inesperado. Y llegó ese día… pero no el amor. Un joven no tan apuesto de primeras y con buen corazón, cautivó a la princesa, aunque él tenía otros intereses al principio. Pero la princesa vio en su buen corazón todo lo que ansiaba, y no se achantó, y tras mucha insistencia se convirtió en consorte. Y los días pasaban, y tuvo (por fin) un sexo fantástico. Aunque con el paso del tiempo la princesa se dio cuenta de que no era nada feliz, y tenía carencias afectivas, y se aburría, y se veía atrapada en un mundo que no era para ella. Así que comenzó a hacer incursiones en el mundo exterior… y no una, ni dos, ni tres,… y descubrió que había cosas que todavía no había probado, y que quizá debía postergar un tiempo más esto del amor. Pero la princesa enamoradiza se topó con un príncipe que venía montando su blanco corcel, y se enamoró perdidamente de él, aun sabiendo que se iba a dar un tortazo macanudo, porque nada tenía que ver el príncipe con ella. Y así sucedió, el príncipe sólo quería salir a pasárselo bien por los reinos aledaños y la pobre princesa lloraba encerrada en su torre de marfil. Tras varias idas y venidas, y sobre todo tras la pérdida de la autoestima que caracteriza a todas las princesas casaderas, logró deshacer los lazos que la unían a tan despreocupado caballero, y durante un lustro estuvo divagando entre plebeyos y lacayos, pero con la esperanza queda antaño…
Cuando ya estaba a punto de clavarse una daga en el pecho y dejar todo lo que tenía en este mundo terrenal, un aparente y no menos halagador príncipe resurgió de entre el gentío en un baile comarcal. Cómo no, la princesa fundió en sus ojos todas sus esperanzas por el ansiado amor, y cómo no, se vinieron abajo cuando rumores que le llegaron de boca de sus propios predecesores le comunicaron que su “querido” trabajaba en un burdel… Ay de la pobre princesa, que tan ingenua había sido que todo lo que aparecía en los cuentos se lo había creído (y a pies juntillas). El mundo viril con el que tanto soñaba poco a poco se desmoronaba, y con él, sus ansias por encontrar al Amor (con mayúscula). Pero el destino le tenía preparado un giro inesperado… Un buen día, de paseo por el campo, conoció la princesa a una bella duquesa, y charlaron, y charlaron,… y de pronto se dieron cuenta ¡de que se habían enamorado! Y por fin la princesa vivió como en los cuentos, y protagonizó uno, el suyo propio: La dulce princesa Mariana, que se convirtió en lesbiana. Y colorín colorado, este relato se ha acabado. Y comieron… mejor nos lo imaginamos.